9 de septiembre de 2025
Cuando hablamos de cicatrices, la mayoría piensa en las físicas. Marcas visibles que nos recuerdan un accidente, una operación o un momento difícil. Pero las cicatrices no siempre se ven: muchas se llevan dentro, escondidas en silencios, en miedos o en decisiones que cambiaron el rumbo de nuestras vidas.
Durante años he aprendido a mirar las cicatrices —propias y ajenas— como una fuente de fuerza y no de debilidad. Porque detrás de cada una hay un relato de resistencia, de desafío y, sobre todo, de transformación.
Hoy, acompañando a personas que atraviesan momentos duros, o que se lanzan a emprender con todo lo que eso implica, confirmo algo que me parece esencial: la resiliencia no es aguantar, es renacer. No se trata de resistir como quien soporta una tormenta, sino de atreverse a salir después de ella con una mirada distinta, con aprendizajes y con la valentía de tejer comunidad.
Las comunidades, al fin y al cabo, son los lugares donde nuestras cicatrices encuentran sentido. Cuando alguien se reconoce en tu historia, ya no se siente sola. Y ese momento de conexión es el verdadero motor del cambio.
Por eso creo en proyectos que nacen desde la verdad, desde lo vivido en primera persona y desde la convicción de que compartir multiplica. Porque no hay nada más poderoso que una red que se construye con experiencias reales, con transparencia y con honor.
Quizá la pregunta que nos deberíamos hacer no es “¿qué cicatrices tienes?”, sino “¿qué has aprendido de ellas y cómo pueden servir a otras personas?”.
Con gratitud,
Natalia P.V.