23 de junio de 2025
«A mí me enseñaron que el silencio era virtud. Que una mujer valiente era la que aguantaba todo. Y yo fui muy valiente, demasiado.»
Su historia empieza mucho antes de poner un pie en Europa. Empieza en una casa donde el machismo no era cuestionado, solo heredado. Donde su abuela, con la mejor de las intenciones, le enseñó a callar, a obedecer, a resistir. Porque era lo que había. Porque era lo que tocaba. Porque si hablabas, molestabas.
Se casó siendo casi una niña con un hombre mayor. Porque eso también era “lo que tocaba”. Años después, cuando por fin se separó, ya no era la misma. Ni joven, ni ingenua, ni callada. Se había convertido en una mujer que empezaba a romper con todo lo aprendido. Y también, en una mujer que necesitaba sobrevivir. Con una mochila llena de miedos, creencias que no eran suyas, pero que dolían igual, y una vocecita interna que empezaba a susurrarle: “mereces algo mejor”.
Era maestra en su país. Maestra de niñas y niños. De esas que enseñan con ternura y voz firme. De las que escuchan aunque estén agotadas. De las que sueñan con un futuro mejor no solo para ellas, sino para toda la clase. Pero ese título, ese saber, esa vocación… no la acompañaron en el avión.
En Europa, no era maestra. Era “la chica que cuida”, “la que limpia”, “la que siempre dice gracias aunque no le den ni los buenos días”. Empezó a trabajar de lo que pudo. Y lo hizo con la misma dignidad con la que enseñaba a sumar y restar. Pero ahora, nadie sumaba su historia, ni restaba sus esfuerzos.
El sistema la miraba con sospecha. Como si tuviera que demostrar su valía desde cero. Como si todo lo que había vivido antes no contara. Pero ella contaba. Cada euro, cada hora sin dormir, cada curso hecho en fines de semana, cada “no” que se tragaba para no perder el trabajo.
Y siguió. Porque aunque sus creencias gritaban “tú no puedes”, su voluntad respondía: “mira cómo lo hago”.
Hoy sigue formándose. Sigue buscando cómo hacer que sus papeles digan lo que su vida ya grita: que es válida, que es capaz, que tiene mucho que aportar. A veces se siente sola. A veces se cansa. A veces se pregunta si todo este esfuerzo valdrá la pena. Pero ya no calla. Ya no pide permiso para existir.
«No he borrado mi currículum. Lo traigo tatuado en la piel, en las ojeras, en las palabras que me negaron decir. Y aunque no figure en ninguna base de datos oficial… estoy aquí. Y estoy viva.»
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